Scaletta: «Si no se transforma la estructura productiva el crecimiento se frena»

Buenos Aires.- Martín Schuster y Matías Mangalo entrevistaron para ABC en Línea al economista Claudio Scaletta, uno de los intérpretes más claros y lúcidos de la macroeconomía local, para pensar la economía que se va y comenzar a debatir la que viene.

— ¿Qué balance general hace en materia económica sobre los 12 años de gobiernos kirchneristas?

— Un largo período de crecimiento con inclusión, desde 2003 a 2008 por lo menos, luego un freno por la crisis internacional y vuelta a la recuperación del crecimiento hasta 2011, y los últimos 4 años de freno relativo provocado fundamentalmente por la reaparición de la restricción externa o escasez relativa de dólares. El hilo conductor fue, la mayor parte del tiempo, el énfasis en sostener la demanda agregada, lo que es lo mismo que decir el ingreso de los trabajadores y el consumo, es decir el bienestar de la mayorías. Cualquier balance debe incorporar el punto de partida, porque todo esto se logró en paralelo a un profundo proceso de desendeudamiento que dejó a la deuda pública en divisas por debajo del 10 por ciento del PIB, un gran activo para los herederos. La gran batalla cultural fue terminar con las políticas ofertistas y la teoría del derrame, el ajuste sacrificial del salario en función de las promesas de inversión, con el paraíso siempre en el futuro, y pasar a las del crecimiento sostenido por la demanda. Todo esto se dice fácil, pero supuso un fuerte enfrentamiento con muchos sectores del poder económico local y global. Esto es lo que más o menos sabemos todos, luego existió un factor, que no suele ser muy tratado, que es el rol del Estado y que me gustaría destacar porque es muy importante mirando hacia el futuro. El kirchnerismo no creyó en el Estado desde el minuto cero. Se me ocurren varias razones, primero porque en 2003 estaba destruido como aparato, pero además porque todavía era fuerte la herencia que no comulgaba con la intervención directa en sectores clave de la economía. Por eso, al margen de la necesidad de acumulación política previa que demandan algunas transformaciones, no hubo voluntad de recuperar el sistema previsional desde el primer día y en materia de infraestructura y transporte, por ejemplo, la mecánica fue durante demasiados años la renovación de concesiones. La intervención directa, como en ferrocarriles y energía, fue hija de la necesidad. Esto es clave porque la diferencia entre crecimiento y desarrollo es la transformación de la estructura productiva. Cuando el Estado retoma, vía la participación accionaria en YPF, el control del sector energético comienza en forma embrionaria un verdadero proceso de desarrollo, porque se aumentan las inversiones sectoriales y la producción y se sustituyen importaciones. También sirven como ejemplo los casos de Aerolíneas Argentinas y los ferrocarriles, mientras se insistió con la gestión privada la cosa no funcionó. Piensen también todo lo que se pudo hacer a partir de la recuperación del sistema previsional, desde el financiamiento de centrales nucleares a la AUH, el ProCrear y la mayor inclusión en el sistema, lo que al mismo tiempo también fue volcar más recursos a la demanda.

— ¿Cuáles piensa usted que son los puntos que requieren una pronta intervención en la economía argentina?

— Creo que la sola idea de “puntos” es complicada. Para que se tomen determinadas medidas el poder económico tiene primero que ponerlas en la agenda pública. Los tiempos electorales son el momento en que esto es más evidente. Así, por ejemplo, nos dicen que el problema es el déficit fiscal, las tarifas, la inflación, el arreglo con los buitres, el mal llamado cepo, pero en la realidad ninguno de esos puntos es una causa de nada, son todos efectos. Confundir causa y efecto es un problema grave para el analista de cualquier cosa, pero imagínense en economía donde la mala praxis se traduce en el malestar de millones de personas. Tomemos el ejemplo del déficit fiscal que es, en la superficie, “el punto” que más obsesiona a los economistas ortodoxos. Miremos por un momento Brasil, ya que el único laboratorio que tenemos en economía no son las ecuaciones y los modelos, que son más que nada para proyectar y jugar, sino la realidad. Allí el PT, después de ganar las elecciones inició un proceso de ajuste del gasto con el argumento de la existencia de déficit. Acotemos que al ajustar el gasto lo primero que cae es la inversión pública, que es crecimiento futuro, ya que los gastos corrientes suelen ser bastante inelásticos. El resultado fue el de manual: la economía se contrajo y ahora el déficit es todavía mayor. ¿Qué nos dice esto? Que la única manera de reducir un déficit es mediante el crecimiento, no con la reducción del gasto. Esto no quiere decir que no importa gastar cualquier cosa en cualquier momento sin ton ni son, de lo que se trata es de entender cómo funcionan los procesos económicos, de razonar como economistas, no como contadores, dicho con todo respeto hacia los colegas, pero la economía de un país no es como la de una empresa o, como suele argumentarse, como la de una familia. Si quiero reducir el gasto primero tengo que crecer, al revés no funciona en ningún lado. Traslademos ahora esto a la Argentina, donde muchos economistas tienen a la reducción del gasto como tic nervioso. ¿Qué hubiese pasado si en un contexto de contracción internacional, con caída de precios, el gobierno hubiese empezado a gastar menos a partir de 2011? Hoy tendríamos recesión y, en consecuencia, a pesar del sufrimiento innecesario, todavía más déficit. No es que los ortodoxos sean todos brutos y desconozcan estas relaciones, pasa que en realidad quieren otra cosa: bajar salarios y disciplinar a la mano de obra, un proceso que fue estudiado en la década del 50 del siglo pasado por el gran economista polaco Michal Kalecki. Lo mismo podemos decir de la inflación, que hasta 2012–13 fue fundamentalmente por puja distributiva y después fundamentalmente cambiaria. Para no irme por las ramas, los problemas no son puntos a abordar, sino procesos económicos, ir de las causas a los efectos y no al revés. Y la “gran causa” en nuestra economía no nos demanda descubrir la pólvora o tener una capacidad analítica especial. Basta con leer, porque es algo que los macroeconomistas argentinos ya estudiaron desde la década del ’60 del siglo pasado: la restricción externa. Este es el tamiz por el que debe pasar cualquier medida económica puntual, lo que permite o no la expansión del mercado interno y los salarios.

— ¿Qué desafíos de fondo tiene el próximo gobierno en materia económica?

— El principal desafío es poner en marcha un proceso de desarrollo estructural que permita superar la restricción externa en el mediano plazo, lo que quiere decir que en el corto plazo se necesitará algo de financiamiento externo. Esta es otra de esas cosas que son bastante obvias y fáciles de decir, pero tremendamente complejas a la hora de ejecutar. Pero por qué nos vamos a inhibir nosotros de decir cosas fáciles si los ortodoxos nos cuentan todo el tiempo el cuentito de que tenemos que bajar el gasto, luego la emisión, con eso la inflación y entonces llega la confianza de los mercados y adviene el mundo feliz. Necesitamos profundizar un proceso que sustituya importaciones, que agregue valor local a las exportaciones, aleje la restricción externa y, con los dólares en el bolsillo, posibilite la continuidad de la expansión del mercado interno. La tarea supone inevitablemente un plan de desarrollo explícito, con definiciones sectoriales, mirando la matriz insumo producto para reforzar los eslabonamientos y gastar los dólares en el lugar preciso, una banca de desarrollo, inversión en infraestructura, elegir sectores y actores, un conjunto de acciones que sólo pueden llevarse adelante si al mismo tiempo se mantiene lo que se llama “una macroeconomía para el desarrollo”, lo que no es otra cosa que sostener la demanda.

— ¿Qué evaluación hace de la política de desarrollo industrial aplicada durante los últimos doce años?

— No soy un especialista en industria. En general estoy mirando la macroeconomía y lo industrial salta cuando es un problema, por ejemplo, cuando genera déficit de divisas. Igual hay dos cosas para decir, la primera puede sonar un poco fuerte. No estoy muy seguro que haya existido algo así como “una política de desarrollo industrial”. Sí existió una vocación industrialista que se expresó fundamentalmente en la política comercial y arancelaria, en la protección del mercado interno, que no es poco pensando que veníamos de un cuarto de siglo de ortodoxia, pero no hubo mucho más salvo esfuerzos aislados. Se me ocurren algunos, como la recuperación de astilleros o la fábrica de aviones de Córdoba, también los millones que insume el régimen fueguino, que es preexistente, pero no veo que haya existido una política integral, que dicho sea de paso es una de las condiciones para el desarrollo. Digo, creció la fabricación de autos, la metalmecánica, los plásticos, la maquinaria agrícola, pero no por una política específicamente industrial, sino porque creció la economía, en parte gracias a la protección y los aranceles, pero no hubo cambio estructural, seguimos exportando e importando más o menos los mismos productos que hace una década. Aquí el dato a tener en cuenta es que cuando el PIB crece un punto, las importaciones industriales crecen 2,5 puntos. La segunda cuestión que quiero destacar es que la industria no debería pensarse como un fin en sí mismo, sino como un medio. El fin es que crezca el salario y la inclusión y para ello necesitamos una industria que sustituya y exporte porque si no lo hace aparece la escasez de dólares y no podemos seguir expandiendo el mercado interno.

— ¿Pero cuáles son los casos más importantes a destacar positiva y negativamente, y cuáles los principales errores cometidos?

— Lo positivo, insisto, más que los casos puntuales, fue tener una macroeconomía para el desarrollo, sostener en todo momento la demanda agregada y proteger el mercado interno y la producción nacional. A lo mejor a quien no está pensando los temas económicos cotidianamente esto le parece una vaguedad, algo que no tiene que ver directamente con la industria, pero es absolutamente clave. Durante décadas la ortodoxia y los medios de comunicación bombardearon a la población con la idea de que las empresas invierten si se generan las condiciones para la inversión, algo con lo que es imposible no estar de acuerdo en general, pero para el mainstream esas condiciones son todas “por el lado de la oferta”, bajos impuestos, flexibilidad laboral, apertura económica, políticas pro mercado. Sin embargo, los empresarios invierten cuando tienen la certeza de que se venderá lo que se va a producir, y eso ocurre primero cuando se tiene un mercado interno fuerte. Ahora, si hay que buscar ejemplos negativos concretos hay pocas dudas de que a la cabeza de la lista se encuentra el régimen fueguino. ¿Por qué? La promoción industrial es una política que en términos neoclásicos supone un montón de “distorsiones”, se hacen transferencias a sectores particulares, se alteran precios relativos, es casi inevitable alguna discrecionalidad, todo lo que los manuales de macroeconomía con los que estudiábamos en los ’90 enseñaban como malo. Por lo tanto hacer malas políticas heterodoxas es darle pasto a las fieras, a los enemigos de la promoción. En la vereda de enfrente aparece una idea generalizada que afirma que todo vale cuando se hace política industrial, que ninguna “distorsión” importa porque se trata de un objetivo superior. Yo también lo creo, pero agregaría que si desde el Estado voy a beneficiar a algún sector, tengo que preguntarme también a cambio de qué y durante cuánto tiempo. En Tierra del Fuego el costo anual por cada trabajador empleado será en 2015 de dos millones de pesos. Y el régimen viene desde los ’70. A eso hay que sumarle que nunca será competitivo frente a las empresas globales gigantescas que hoy lideran el mercado mundial de la electrónica de consumo, que importar las piezas que se ensamblan es más caro que hacerlo con el producto terminado, porque las empresas globales no tienen interés en que se ensamble en otras partes. Y por último, lo más importante, es que si desaparecieran las subvenciones, las transferencias, la protección de mercado y los impuestos especiales, desaparecería también la producción fueguina. Si es sólo como política regional es carísima, ineficiente e insustentable. Hay que hacer política industrial y regional, pero con otros criterios. Quiero decir, si después de 40 años de promoción sólo tenemos ensambladoras hay algo que no funciona y debe reformularse.

— ¿Qué aspectos cree que son necesarios reevaluar y qué políticas debe adoptar el próximo gobierno a fin de generar una estructura productiva diversificada con mayor componente y valor agregado nacional, en pos de superar la restricción externa?

— El recipiente es todo lo que venimos hablando de la macroeconomía para el desarrollo. Esto requiere tener mucho cuidado para no tirar al bebé con el agua de la bañera. Existe el riesgo cierto de que con la excusa de alinear algunas variables puntuales, inflación, gasto, tipo de cambio, se termine en un ajuste clásico. Y algo peor, también podría ocurrir que con la excusa de las necesidades de financiamiento y el arreglo con los buitres se vuelva a endeudar el país sin una contrapartida que lo justifique. La experiencia kirchnerista fue muy buena, pero no fue perfecta. Sólo por citar algunos errores, se distorsionaron innecesariamente las estadísticas públicas, se mantuvieron tasas de interés negativas que debilitaron las opciones de reserva de valor en la moneda local, lo que aumentó la “fuga de capitales”, es decir; la demanda de dólares, hubo una sobrerreacción frente a las primeras señales de déficit de cuenta corriente, se desdeñó la planificación y no hubo una reforma profunda del sector financiero. Dentro del recipiente de la macroeconomía hay que poner un plan de desarrollo, lo que incluye su financiamiento, elegir una docena de sectores y actores industriales y agroindustriales que se retroalimenten y apostar fuertemente a ellos, con intervención directa de empresas públicas o mixtas allí donde sea necesario, en sectores estratégicos que lo demanden. Hay algo que deberíamos grabarnos como un mantra: si se aumenta la masa salarial, sea porque aumentan los salarios o la cantidad de trabajadores o las dos cosas, eso se traducirá en una mayor demanda de consumo no sólo de necesidades básicas, sino también de electrodomésticos, electrónica de consumo, autos, motos, montones de productos de una industria local deficitaria en divisas. Por eso el desarrollo lleva en sí un carácter necesario. Si no se transforma la estructura productiva antes o después llega un punto en que el crecimiento se frena. Hay un tercer elemento que junto con la macroeconomía y el plan también es una necesidad. Algo que suele situarse por fuera de la economía; la geopolítica. No es posible el desarrollo en el marco de alianzas con países con economías competitivas a la nuestra o con bloques regionales que nos exigen permanentemente la adopción de políticas de liberalización comercial y de laxitud financiera, es decir que quieren imponernos la política económica. La cuestión regional, para salir al mundo con políticas comerciales agresivas, y la independencia respecto de Estados Unidos y Europa son fundamentales.

— ¿Qué rol juega el agro en este nuevo escenario?

— Uno de los más grandes macroeconomistas argentinos, ingeniero electrónico de profesión, Marcelo Diamand, repetía que la dicotomía campo industria era falsa. Esto lo decía nada menos que uno de los teóricos de la estructura productiva desequilibrada, uno de los justificativos que se utilizan para defender las retenciones. Repasándolo muy rápidamente la idea era que no se podía dejar que el tipo de cambio lo fije el sector exportador más productivo, porque ese nivel estaría más apreciado que el que necesita la industria, etcétera. Quizá sea una limitación personal, pero creo que no existe una determinación natural del tipo de cambio por la productividad de un sector. No es que no entienda la teoría de las ventajas comparativas de Ricardo, entiendo que si un sector es más rentable que otro los recursos irán al primero por la tendencia a la igualación de las tasas de ganancia, pero creo que el nivel del tipo de cambio es también una decisión política. Obvio que después es necesario tener las divisas y los instrumentos para sostenerlo. Las retenciones pueden ser muchas cosas; un instrumento para igualar tasas de ganancia, para incentivar a los sectores menos productivos, para recaudar, para que el Estado se apropie parcialmente de los beneficios extraordinarios de una devaluación, lo que seguro no son es un dogma. La relación campo gobierno se politizó por culpas compartidas. También es inevitable que se politice, pero es necesario hacer buena política agraria y agroindustrial. Las entidades del agro son como cualquier otra entidad gremial empresaria, no son los malos aunque su conservadurismo atávico no los ayude en la imagen. Seguirán pidiendo lo que todos, menos impuestos, aranceles, intervención pública, lo de siempre. El Estado debe ser flexible y acompañar fiscalmente las variaciones de los precios internacionales manteniendo la rentabilidad sectorial en todo momento. También debe mantener el desincentivo fiscal a la producción primaria respecto de la que agrega valor. El sector agropecuario debe ser tratado igual que cualquier otro sector de la economía. Aquí también el objetivo debe ser agregar valor local. También se lo debe potenciar en su rol exportador, de generador de divisas, que es lo que el resto de la economía necesita. Si la industria debe ser entendida como un medio y no un fin, también el campo. Igual me gustaría agregar una nota al pie sobre las retenciones, cortita para no cansar. Es mentira que toda la ecuación del campo se reduzca a bajar retenciones, que “retenciones” sea la clave para hablar de economías regionales. La mejora de los complejos regionales demanda el aumento de la rentabilidad primaria, rentabilidad que no pasa por las retenciones, y de esto sobran los ejemplos, sino por el sistema de comercialización, especialmente por la primera venta que realiza el productor.

— ¿Qué evaluación hace de este nuevo contexto internacional al cual nos enfrentamos, y cuál es el margen de maniobra que posee la Argentina al respecto?

— Si escuchamos a un militante trotskista seguramente nos dirá que estamos frente a la crisis terminal del sistema capitalista, un pronóstico tan históricamente incumplido como el apocalipsis populista de los neoliberales. La realidad es más modesta, estamos apenas frente a otra crisis cíclica que empezó en Estados Unidos a fines de la década pasada y que Europa profundizó con sus políticas contractivas. Estos frenos desaceleraron China y así. Esta crisis, como cualquier otra, puede pegar por dos lados, el financiero y el real. Por el lado financiero estamos relativamente blindados gracias al desendeudamiento y los controles a los capitales más calientes. Sí puede representar un problema al momento de tomar financiamiento para el desarrollo, pero no lo veo como una limitación especialmente grave. Siempre es más fácil encontrar prestamistas que compradores. También puede haber presiones cambiarias por las devaluaciones de los vecinos. Pero creo que el principal problema puede venir por el lado real. El set de nuestras exportaciones sigue basado en commodities, cuyos precios caen en las crisis cíclicas, afectando por ese lado los términos del intercambio, la provisión de divisas y las rentabilidades sectoriales. El único aliciente en el presente es que aparece una compensación parcial por el lado de las importaciones de combustibles. No me imagino que haya mucho para hacer más que todo lo que venimos diciendo, diversificar la estructura productiva para ganar más independencia futura mientras nos recostamos en el mercado interno a la espera de que pase el vendaval, si es necesario expandiendo más el gasto, no recortándolo. Cualquiera sea el caso, el dato duro para el postkircnerismo es que la nueva etapa comenzará con viento de frente.

— ¿Qué medidas de política económica cree que tomarían los principales candidatos a la presidencia en caso de vencer en octubre? ¿Qué efectos tendrían estos cursos de acción?

— Hay algo que la virtual uniformidad de estilos de los candidatos pareciera ocultar, en las próximas elecciones estarán en juego dos modelos de país, el regreso al liberalismo más rampante encarnado por la Alianza que lidera el macrismo, lo que significaría un nuevo movimiento pendular hacia el pasado, con un nuevo posicionamiento geopolítico, con subordinación al capital financiero y vuelta al endeudamiento sistémico más todo el abanico de políticas contra el salario conocidas. Recorrer el espinel de las concatenaciones del ajuste es un poco ocioso, es una secuencia bastante conocida. En el más que hipotético caso de una victoria opositora, es probable que el proceso no sea tan fácil, porque en estos años existió, como dijimos, una batalla cultural contra los silogismos neoliberales y porque hay una importante porción de la población que no está dispuesta a renunciar sin más a los derechos conseguidos, ya sabemos que el peronismo malacostumbra a los trabajadores. Tendríamos un país altamente conflictivo. En lo personal, si bien hay que esperar a contar el último voto, descuento un triunfo del Frente para la Victoria, lo que no es voluntarismo, sino que está en línea con la mayoría de las encuestas. Mi preocupación está en otra parte, en los referentes económicos del sciolismo. Allí hay datos muy alentadores, pero también nubarrones. Empezando por lo alentador, el propio Daniel Scioli repite que su gobierno será una etapa superior del crecimiento, la etapa del verdadero desarrollo. Su discurso es industrialista y claramente desarrollista. Habla de ganar competitividad vía mejoras en la infraestructura y el transporte para bajar costos de logística y de insumos, utiliza la expresión “competitividad genuina” para descartar conseguirla vía devaluación. Tiene conciencia de que en el corto plazo se necesitará financiamiento para superar la restricción externa. La Fundación DAR, que dirije su hermano “Pepe”, elaboró un verdadero Plan de Desarrollo, es decir, ya antes de ser gobierno se está pensando en la planificación, un déficit de estos años. Ese Plan tiene análisis sectorial detallado y, lo que es más importante, enfatiza la necesidad de sostener una “macroeconomía para el desarrollo” con “una demanda pujante”. En DAR reclutaron algunos muy buenos economistas, era esperable que hagan un buen trabajo. Hasta allí estamos en el mejor de los mundos. Luego vienen quienes aparecen en los medios como referentes en materia económica. Algunos solventes en el contexto de sus tradiciones teóricas y otros que bien podrían ser parte del staff macrista. ¿Cuál será el verdadero sciolismo? Por ahora sólo tenemos indicios y cada uno puede agarrarse del que más le guste. Pero para la verdad habrá que esperar hasta el 11 de diciembre. Aquí también corre lo que dijimos para el macrismo. El llamado “núcleo duro” kirchnerista tendrá un espacio importante en el poder legislativo y en diferentes áreas. No se irán todos a su casa, lo cual podría ser un límite a potenciales desvíos, pero siempre teniendo presente que el régimen local es presidencialista. Y que si el conductor promete, el amplio movimiento nacional se subordina al jefe que tiene la billetera del Estado. Probablemente lo más preocupante del sciolismo esté en quienes proponen reglas estrictas en materia fiscal. Es comprensible incluso por una cuestión de matriz generacional, quienes estudiamos economía en la Argentina de fines del siglo XX debimos hacer un verdadero esfuerzo intelectual para deshacernos de muchos conceptos neoclásicos que la universidad pública nos grabó a fuego, un esfuerzo para sacudirnos todo el instrumental teórico perimido y erróneo de la ortodoxia.