Francisco, de Flores al mundo ● Juan Luis Gardes

Desde la convulsionada Europa del siglo XIX, un filósofo inspirador de los nuevos aires revolucionarios que soplaban en el viejo continente sentenciaba, desde su cómodo sillón del imperio prusiano, que América del Sur era antes naturaleza que historia. Hegel, quizás el pensador más influyente del eurocentrismo anglo-sajón, expulsaba de esta manera a este continente  de la historia de la civilización; europea, claro está. Hegel evidenciaba, no solo un desconocimiento supino  de las grandes civilizaciones prehispánicas sino, asimismo, una falta de intuición sobre las nuevas sociedades que estaban emergiendo bajo el antiguo sol de los incas.

 

Un continente mestizo, mezcla del indio, del negro y del blanco, en un suelo que se vuelve original al enriquecerse con la mezcla de sangres.

 

Y desde las entrañas de esta tierra, un hombre sencillo que supo compartir cafés en los estaños de los bares de Flores y tablones en los partidos de San Lorenzo, que leyó a Borges y Marechal (un ateo y un católico hermanados en el talento literario),  un hombre que podría confundirse con cualquier porteño de barrio, es el nuevo elegido para conducir la renovación de la Iglesia, según el inconfundible mensaje de los cardenales de Roma.

 

Este hombre, surgido de la América criolla, mestiza y católica, adopta el nombre de uno de los santos varones más emblemáticos en los dos mil años de historia misionera. Francisco, como lo nombraremos de aquí en más, en homenaje al “poveretto” de Asís: América latina y un nombre símbolo para los desamparados del mundo.

Sería de corto vuelo juzgarlo por los vaivenes de la política argentina. Estoy, estamos convencidos que Francisco va a entrar en la Gran Historia del siglo XXI como un importante renovador de la Iglesia de Cristo, con un nuevo mensaje esperanzador desde el continente de la esperanza.

 

Su gran misión, de profundas connotaciones políticas, es la reforma que millones de católicos y no católicos aguardan con fe, como en los tiempos del Concilio Vaticano II: desde Puebla a Medellín y ahora, desde Buenos Aires, sobrevuelan otras confianzas en Roma.

 

Y como dicen que dijo Julio César al cruzar el río Rubicón, justamente camino a la conquista de Roma: “Alea jacta est”. La suerte está echada.

Suerte, Francisco. La necesitaremos.

 

Ing. Juan Luis Gardes