La economía del use y tire

Buenos Aires (Miradas al Sur-Graciela Pérez).- La globalización genera nuevas necesidades ficticias que alimentan el consumo desmesurado. El estilo de vida de comprar y desechar amenaza el medio ambiente. Y las vidrieras se llenan de productos diseñados para fallar. los electrodomésticos se reemplazan en sus cinco primeros años de vida.

Bajo la idea del crecimiento continuo, las sociedades capitalistas basaron su concepción de la evolución en la adquisición de bienes materiales. Las industrias fabrican en serie y los consumidores compran todo lo que pueden. Para ello, el comprador debe sentir la necesidad de tener ese bien, pero esa mercadería a adquirir debe tener una vida útil.

El empresario sabe que si produce mercadería duradera, difícilmente el cliente vuelva por el mismo producto en un lapso corto. La planificación consciente por parte del fabricante para acortar la vida útil de un bien se conoce como “obsolescencia programada”.

Si bien este hecho puede mantener girando la rueda de consumo que caracteriza a la sociedad, también supone un problema para los bolsillos y para el medio ambiente.

Poco a poco, los consumidores se acostumbran a asumir que las cosas cada vez duran menos. Frases como “heladeras eran las de antes” suenan quejosas, pero hay mucho de cierto en ellas.

En los inicios de la Revolución Industrial, y hasta principios del siglo XX, los fabricantes buscaban, como cualidad inherente a sus artículos, la durabilidad. Cuanto más resistente al paso del tiempo era un producto, mayor era la valoración obtenida por los consumidores y mayor prestigio obtenía la marca.

Pero las cosas empezaron a cambiar en los años ’20, cuando los fabricantes comenzaron a concebir un nuevo modelo económico y productivo.

Con la aparición del American Lifestyle, a partir de los años ’40 y ’50, favorecido por los medios de comunicación, especialmente la televisión y la publicidad, la mentalidad de los consumidores cambió. Comenzaron a valorarse otras cualidades, más basadas en el consumismo y en la moda que en la vida útil.

Hoy, cuando un electrodoméstico tiene un desperfecto, resulta más sencillo e incluso más económico sustituir el aparato estropeado que repararlo y, pese a todo, parece que el consumidor disfruta de la continua sustitución de bienes y está deseando que los productos queden obsoletos.

Tengo, luego existo. En una cultura basada en el consumo no es raro que la autoestima esté basada en lo que se tiene y lo que se hace.

“Las personas creen que progresan en la vida cuando tiene más bienes materiales. Esto empobrece las relaciones humanas, produce soledad y el otro es percibido como un enemigo, porque es un desconocido”, sostuvo Alfredo Moffat, psicólogo social.

Cuando esto sucede, la satisfacción real desaparece y da lugar a la angustia, porque nunca se llega a ser esa persona del anuncio que tiene el atractivo, el éxito y la felicidad perpetua que traen las cosas que adquiere.
Para el politólogo e investigador Rodolfo Mariani, “el consumo tecnológico es un lugar de provisión de algo más que bienes; existe allí un cierto adicional hedónico que se obtiene con el bien. Ese plus es lo que explica el acto de consumo más aún que cualquier necesidad de la vida cotidiana que se pueda verbalizar”.

Cuanto más sencillo es el producto, más posibilidades tiene de ser duradero. Pero para ello también existe la obsolescencia psicológica, es decir, pensar que lo que se tiene ya no vale. La moda es un buen ejemplo ya que hay pocas cosas cuya caducidad esté más basada en la percepción.

Julieta Ramírez, responsable del área de comunicaciones del Instituto Argentino de Responsabilidad Social Empresaria (Iarse), advirtió que la mentalidad del consumidor comenzó a cambiar cuando fue más consciente de las consecuencias en el medio ambiente. “Más allá de los elementos estéticos, el cliente está cada vez más interesado en el mundo que se esconde detrás de los productos que compra. Cuatro de cada diez opinan que el impacto medioambiental de un bien o servicio ha influido en su decisión”, apuntó Ramírez.

Desechos electrónicos. El usar y tirar parece valer mientras no llegue la basura a la puerta de casa. El problema es que el medio ambiente es el que paga las consecuencias y los humanos, claro, son parte de él.

Según la ONG Greenpeace, Apple junto a Nintendo, Lenovo y Microsoft son las más contaminantes.

Según Iarse, en la Argentina, Apple promueve que los consumidores cuyos modelos sean anteriores a cualquier generación iPhone puedan cambiarlos recibiendo crédito para la adquisición de uno nuevo. Y empresas como IBM, Phillips, Lenovo y Sony participan de programas de la Agencia de Protección Ambiental para la deposición y recolección de pilas recargables y aparatos electrónicos.

Para una empresa es difícil aceptar que trabajan bajo el concepto de obsolescencia programada porque de antemano se sabe lo que eso significa: son parte de un medio que genera contaminación y son creadores de objetos destinados a fallar, alimentando a un sistema basado en el consumo.

La ONU calcula que, por año, se producen 50 millones de toneladas en desechos eléctricos y electrónicos. Es también un dilema y un tema tabú saber hacia dónde se dirige el grueso de esas tantas toneladas.

El paradero podría no ser tan incierto cuando se ven montañas de pantallas negras y cristales quebrados en algún país de África. Y, por partes, el planeta se va convirtiendo en un océano de mercurio, cadmio, plomo y un sinfín de sustancias tóxicas que se esconden en alguna pequeña pieza del electrodoméstico adquirido.

En el film de la directora y escritora Cosima Dannoritzer, Comprar, tirar, comprar, Mike Anane, activista medioambiental de Ghana, país que recibe contenedores repletos de residuos electrónicos, afirma: “La posteridad no nos perdonará. Descubrirán el estilo de vida despilfarrador de los países avanzados”.

¿Vivir sin consumo? En Livermore, California, existe una lamparita que lleva encendida más de 114 años: se la creó para durar. Curiosamente, la bombilla, símbolo de luz y de ideas, fue el primer producto al que se le estableció una vida útil limitada: de 2.500 horas a 1.000.

Pero si en el mundo las lamparitas no tuviesen que ser sustituidas al ritmo actual, ¿qué pasaría con la producción y con los empleos derivados?

“Cualquier política de inclusión social en un mundo lacerado por las desigualdades requiere generar empleos y disputar rentas. La articulación de esa tensión compleja atraviesa a los Estados nacionales como centros de decisión política. Hacen faltan regulaciones que medien esa tensión socioambiental y decisiones radicales que eviten continuar transitando caminos de mano única hacia catástrofes seguras”, manifestó Mariani.

Sin programar la obsolescencia, la demanda sería muy baja y no se podría mantener el nivel actual de producción.
Compramos una computadora y los fabricantes ya tienen la siguiente generación en el horno. La van descubriendo poco a poco creando productos complementarios no aptos para la generación anterior y dejándonos inmediatamente desfasados.
Un estudio realizado por la Universidad de Berlín y el Öko-Institut relativo a la obsolescencia programada indicó que el porcentaje de electrodomésticos que se deben reemplazar en sus cinco primeros años de vida por problemas técnicos se duplicó entre 2004 y 2012.

Asimismo, el informe detalla que los viejos aparatos se cambian por el deseo insaciable de los consumidores de disfrutar de una tecnología de punta.

Replantear la forma de vida que se lleva exige repensar al capitalismo depredador. Pequeños cambios podrían mejorar notablemente el mundo que habitamos. “Una buena alternativa sería que las empresas incluyeran rótulos o etiquetas indicando la durabilidad de sus productos. Resultaría importante también señalar servicios de colecta o de reciclaje de fácil acceso; de modo que se apoye al consumidor con acciones educativas”, opinó Ramírez.

Por su parte, Mariani dijo que “el desafío principal es poner en entredicho el imaginario dominante que se sustenta en el crecimiento indefinido de la producción y el consumo con paráfrasis de la felicidad humana”.

Al fin y al cabo, ¿no deseamos que nos quieran por lo que somos y no por lo que tenemos?.