Palabras que hieren ● Jorge Castañeda

A nadie puede escapar que hay una desvalorización del lenguaje y sobre todo de los vocablos que van siendo despojados de su verdadera definición. Lo vemos a diario en los medios de comunicación y en el habla cotidiana de la gente de cualquier nivel, oficio y condición. Eso ya es grave de por sí, pero todavía más grave es el hecho que hay palabras que hieren y mucho. Sobre todo a los sectores más vulnerables de una sociedad como son las minorías.
Pareciera que el mejor insulto hacia una persona con la cual no coincidimos con sus opiniones o con sus acciones es poniéndole motes que para nada se condicen con su condición y que por el contrario son una ofensa vergonzante a dichas minorías: ya sea que padezcan enfermedades o se inclinen por una sexualidad diferente, por ejemplo.

Ante esta realidad cotidiana de insultos verbales y públicos que algunos personajes mediáticos dicen muy sueltos de cuerpo, de poco sirve la prédica de las instituciones que luchan contra la discriminación y la xenofobia.
Y vayamos a las pruebas. Creo que ya es común referirse hacia una persona, un gobierno o una institución con la palabra autista. Esas personas no saben el daño que provocan a quienes sufren dicha patología. Dado que el autismo “es una concentración habitual de la atención de una persona en su propia intimidad, con el consiguiente desinterés respecto del mundo”. Es decir que nadie elige padecer de autismo y por lo tanto se debe respetar a quienes lo padecen no hablando a tontas y a locas y haciendo comparaciones hirientes.
Lo mismo podríamos decir cuando se increpa a otra persona de esquizofrénico, olvidando que se está hiriendo a quienes padecen ese mal, “que es un grupo de enfermedades mentales correspondientes a la antigua demencia precoz, que se declara hacia la pubertad y se caracterizan por una disociación específica de las funciones psíquicas, que conduce, en los casos graves, a una demencia incurable”.
También escuchamos a diario tildar a las personas de opa, tonto, bobo o idiota, cuando dichos términos generalmente aluden a la idiocia que es un “trastorno mental caracterizado por una deficiencia muy profunda de las facultades mentales”.
Más que preocupante y que a todos nos debería indignar es cuando escuchamos que a alguien se trate de mongólico, sabiendo que esta es una “enfermedad que se inicia durante la vida embrionaria y que luego se manifiesta en el aspecto mongoloide del rostro y suele ir acompañada de un retraso mental que puede llegar a la idiotez”.
Distinto es el uso de la palabra maricón para definir a una persona con opciones sexuales diferentes, pero se lo increpa de esa forma para atacarla por otros motivos diferentes, por ejemplo para desprestigiarla o porque se está en desacuerdo con sus opiniones.
La raíz del problema pareciera ser que se ha acostumbrado a proferir eufemismos que son ofensivos para quienes padecen esos trastornos, cuando se debería usar las palabras más adecuadas en cada caso para calificar a quién corresponda, por ejemplo: incapaz, corrupto, venal, mendaz, etc., pero jamás aludir a los vocablos anteriormente citados.
Lo lamentable de esta aberración semántica es que dichas palabras son usadas a destajo por políticos, diplomáticos, personajes de cierta fama y de tanto repetirlas se las va incorporando al habla común de los argentinos.
El respeto a los demás comienza por nosotros mismos, por debatir los temas en los que no coincidimos con ideas, y no con descalificaciones que no le hacen bien a nadie, en especial no utilizando ante la impotencia de no poder demostrar nuestra verdad, términos que no sólo son hirientes para nuestro prójimo sino que lastiman y mucho a quienes padecen dichas enfermedades.
Una sociedad que se precie de sí debe cuidar esta convivencia y qué distinto sería si usáramos otras palabras que en vez de descalificar sirvieran para acercarnos como respeto, amor, prudencia, templanza, paz, esperanza.
Un viejo apotegma sostiene que “si se destruye el lenguaje se destruyen las ideas, si se destruyen las ideas se destruyen los conceptos y si se destruyen los conceptos se destruyen las conductas”.
Y así estamos.

Jorge Castañeda
Escritor – Valcheta