¡Si Tocqueville nos viera!

(Silvina García Larraburu*).- Hay un sino trágico en los hechos de los últimos días. Se deja ver la raíz de uno de los dramas nacionales. El Poder Judicial, que desde nuestra organización nacional, se quiso como el custodio de las garantías individuales (en rigor, de los derechos humanos), ha desorbitado su quicio.

El gran Alexis de Tocqueville, se asombraba del inmenso poder político que los Estados Unidos habían reconocido a sus Jueces: basar sus sentencias en la Constitución. Sin duda esos Jueces americanos estaban y están investidos de una enorme potencia, como los nuestros: pueden declarar inconstitucional una ley y, en consecuencia, juzgar inaplicable en un caso particular una norma sancionada por el Congreso.

Sin embargo, en Estados Unidos los Jueces tuvieron un límite, que nunca franquearon: las cuestiones políticas no justiciables. Los jueces no judicializan la materia política. Singularmente en el país del Norte este límite fue enunciado muy temprano, en una causa en la que se cuestionaba nada menos que los alcances de un tratado internacional (corría el año 1796 y en los autos Ware vs. Hylton, se pretendía juzgar el cumplimiento del Tratado de París, de 1783). Una situación similar a la presente, que se nos impone con elocuencia.

Nuestra Corte también ha reconocido esta frontera, y tiene su propia doctrina sobre las cuestiones políticas. Sin embargo no solo la ha cuestionado reiteradamente sino que, incluso, la ha traspasado en varias ocasiones, con graves consecuencias para la historia: en los años 1930 y 1943, al convalidar los respectivos gobiernos de facto, en otras ocasiones atribuyendo a estos gobiernos de espurio origen, amplios poderes, o no revisando la razonabilidad de detenciones durante el estado de sitio o actuando como lo ha hecho durante la dictadura.

Traer al Tribunal los alcances del Memorándum de Entendimiento con la República Islámica de Irán, aprobado legítimamente por el Congreso Nacional, es atribuir al Juez respectivo de un poder que no solo no tiene, sino que no debe tener. De la intromisión de la justicia en la política no se siguen consecuencias felices, sino dramáticas y lo más preocupante es el incierto alcance de sus efectos: cesan los limites institucionales y no gobiernan los representantes, sino funcionarios de origen no democrático, que se autoatribuyen la facultad de juzgar sobre la conveniencia.

Es un error convalidar el accionar del Juez Bonadío, por el juicio que nos merezca el anterior gobierno e, incluso, la propia ex presidenta. Hoy es ella, mañana somos nosotros. En tanto, el sistema que sangrientamente hemos construido, se derrumba. Desaforarla por la causa que se pretende, es rendirse a la vocación de guillotinar a los magistrados en la plaza pública: la política espectáculo que arrasa con lo que tanto dolor nos constó construir. Las fotos actuales son las viejas picas con las cabezas de los enemigos.

No se convalida semejante arbitrariedad con la invocación de la traición a la patria. Nuestra Constitución ha previsto esta figura para otras situaciones y en estado de guerra. Sin embargo, nuestros Jueces la han bastardeado, empleándola en su momento contra Irigoyen y contra Perón.

Por ello la referencia a uno de nuestros más graves males. La corrupción sin duda es un tema central, pero más aún lo es el funcionamiento del Poder Judicial (a quien le cabe lograr que esa corrupción, anterior y actual, no quede impune). Ese Poder ha sido el protagonista de las peores páginas de la historia, y ha reiteradamente eludido su reforma, abroquelándose corporativamente y, con sinuosa capacidad, se ha dejado instrumentalizar por el gobierno de turno, mientras el giro le resulte conveniente. Sus propios actos le sirven para encubrirse.

Es la hora de pensar y actuar sobre ello y de volver a los límites y a la Constitución, con mirada honesta y reconociendo lo que está en juego. Muchas víctimas testimonian la gravedad de estos desvíos.

*Senadora Nacional, Frente para la Victoria.