La degradación humana del bombardeo a civiles

(Por Enrique Minetti) Llevaban pintadas en sus colas una “V” y una cruz: “Cristo Vence”. EL 16 de junio de 1955, una escuadrilla de Avro Lincoln y Catalinas de la escuadrilla de patrulleros Espora de la Aviación Naval, coordinados por el almirante Samuel Toranzo Calderón y comandados por el capitán de navío Enrique Noriega, convertía atrozmente a Buenos Aires en la primera capital de Sudamérica en ser bombardeada desde el aire por sus propias fuerzas armadas. El objetivo era matar a Perón y hacerse del gobierno. Los “daños colaterales” no importaban absolutamente nada.

Las primeras bombas cayeron a pocos metros de la Pirámide. Sobre la Casa Rosada, cayeron en total 29 bombas, de entre cincuenta y cien kilos cada una. Una destrozó un trolebús repleto de pasajeros.

La CGT convocó a la Plaza a defender a su líder, quién trató de evitar que los trabajadores se movilicen para evitar víctimas, pero ya era demasiado tarde. Perón sabía que los atacantes, lejos de conmoverse por la barrera humana, dispararían criminalmente sobre la multitud sin la menor contemplación. Tal vez, los trabajadores también lo supieran pero no les importó.

Cuando ya eran cientos los hombres que acudieron a defender su gobierno en la histórica plaza, una nueva oleada de aviones arrojó su carga de nueve toneladas y media de explosivos sobre la multitud.

En la Plaza de Mayo y sus alrededores quedaron los cuerpos de 355 civiles muertos, y más de 600 heridos (algunos historiadores hablan de muchas más víctimas). Se había perpetrado el peor ataque terrorista de la historia argentina. Sus autores eran “respetables” militares y civiles que imaginaban el triunfo de un golpe militar que devolvería a la “negrada”, a los “cabecitas”, a los lugares de los que nunca debieron haber salido.

Entre los autores intelectuales de aquel horror, había varios civiles. Algunos de ellos eran el socialdemócrata Américo Ghioldi, el radical unionista Miguel Ángel Zavala Ortiz, el conservador Oscar Vichi y los nacionalistas católicos Mario Amadeo y Luis María de Pablo Pardo, quienes integrarían la junta de gobierno cívico-militar si triunfaba la traición.

Los golpistas se refugiaron en el Ministerio de Marina. El vicealmirante de infantería Benjamín Gargiulo, con el saldo de dignidad que le quedaba, se pegó un tiro. Otro conspirador, el almirante Aníbal Olivieri, invadido por el miedo, hacía gestiones para que las columnas de trabajadores sobrevivientes y enfurecidos no penetraran en el edificio del Ministerio. Junto a Olivieri estaban sus colaboradores más cercanos, los tenientes Emilio Eduardo Massera y Horacio Mayorga. Otro conspirador fue el almirante y responsable directo de la masacre: Samuel Toranzo Calderón. El contraalmirante Isaac Francisco Rojas fue el defensor en el juicio que se le hiciera a Olivieri. Once oficiales fueron condenados a reclusión por tiempo indeterminado. Más, todos fueron puestos rápidamente en libertad por los golpistas dictadores de la llamada “revolución libertadora”. Aparecen entre los asesinos algunos nombres que el lector recordará como posteriores actores nefastos de las mayores tragedias sufridas por la Argentina.

Tras concretar su masacre, 110 tripulantes, entre ellos varios civiles como Zavala Ortiz, llegaban a Montevideo a bordo de los 39 aviones con los cuales habían perpetrado la masacre y que el Estado argentino (en este caso la Marina) les había confiado para otro muy distinto y noble propósito: defendernos, no asesinarnos. Estos hombres, que habían demostrado su total desprecio por la vida humana ametrallando a columnas enteras de trabajadores y civiles, utilizaron en su provecho en la Banda Oriental, los derechos humanos por ellos negados, particularmente el de asilo.

Perón habló esa noche por la cadena nacional de radio y televisión. En los pocos televisores que había en la Argentina se pudo ver a un Perón desencajado, dolido, que decía: “lo más indignante es que hayan tirado a mansalva contra el pueblo. […] Nosotros, como pueblo civilizado, no podemos tomar medidas que sean aconsejadas por la pasión, sino por la reflexión […]. Para no ser criminales como ellos, les pido que estén tranquilos; que cada uno vaya a su casa […]. Les pido que refrenen su propia ira; que se muerdan, como me muerdo yo en estos momentos, que no cometan ningún desmán. No nos perdonaríamos nosotros que a la infamia de nuestros enemigos le agregáramos nuestra propia infamia […]. Los que tiraron contra el pueblo no son ni han sido jamás soldados argentinos, porque los soldados argentinos no son traidores y cobardes. La ley caerá inflexiblemente sobre ellos. Yo no he de dar un paso para atemperar su culpa ni para atemperar la pena que les ha de corresponder […]. El pueblo no es el encargado de hacer justicia: debe confiar en mi palabra de soldado […]. Sepamos cumplir como pueblo civilizado y dejar que la ley castigue…

Parado simplemente desde una posición de ser humano, desprovisto de bandería política alguna, surge inexorable formularse algunas preguntas: ¿Cómo es posible que en alguna irracional y enfermiza mente haya surgido la idea de bombardear criminalmente a una población civil totalmente indefensa y absolutamente desprevenida? Más aún, cuando esa población civil es de la misma nacionalidad que el atacante, argentina, y que se dispara contra su propio país, contra su propia ciudad capital, contra la sede del gobierno. ¿Quiénes fueron los “formadores”, civiles, militares y eclesiásticos, que en la Escuela Naval y en las instituciones castrenses le “enseñaran” semejantes actitudes de “combate”. ¿Es esa la moral cristiana que le predicaban los capellanes castrenses? : “Pinten en sus aviones que Cristo Vence y vayan, bombardeen y asesinen civiles sin cargo de conciencia alguno que Dios es inmensamente bueno y los perdonará”.

¿Puede el odio político provocar tamaña ceguera? ¿Esa es la forma de hacer la “guerra” para la cual fueron formados e instruidos gratuitamente por el Estado argentino esos militares?.

Entiéndase bien: el estado somos todos los argentinos, jurídicamente organizados.

¿Hacer la guerra para ellos es intentar derrocar a un Presidente legítimamente elegido por el voto de todos los ciudadanos de la manera más salvaje que se pueda imaginar matando a cientos de civiles desamparados? No señores, hacer la guerra es luchar contra un enemigo de la Patria y un Presidente constitucional y el pueblo argentino no fue ni es el enemigo de la Patria.

Aquellos hombres de rostro siniestro que concretaron tamaña ignominia deshonraron trágicamente el juramento que alguna vez prestaron: “jurar a la patria seguir constantemente a su bandera y defenderla hasta perder la vida”.

Su conducta avergüenza la condición humana.