Con los jóvenes no ● María Fernanda Díaz

En los últimos días murieron trágicamente dos jóvenes viedmenses que hoy tendrían que estar disfrutando en felicidad de una vida plena.

No es mi intención privilegiar a nadie ni encontrar culpables. Lejos está de mí hablar puntualmente de estos casos y por eso no voy a hacerlo. Mi propósito es partir de estos hechos para abordar la problemática que afecta en primera instancia a nuestros jóvenes, y en segunda instancia a todos como sociedad. De lo que trato, es de ver en qué medida, como actores sociales, nos sentimos parte de lo que sucede, de lo que nos sucede, y cuáles son entonces nuestras responsabilidades.

Poco conocida y reclamada es la seguridad de los jóvenes que están consumidos por las drogas en Viedma. Poco hablamos con seriedad de los problemas que las adicciones (al alcohol, a las pastillas, a las drogas baratas que oscilan entre el vidrio molido de los focos y el poxiran o la nafta) les causan a estos niños y niñas y a sus familias. Poco hablamos del estigma social que los persigue, de las miradas que los acusan, de la desprotección que padecen. Qué poco hablamos de lo que “no nos afecta directamente”… Qué poco margen de duda tenemos que no se nos ocurre detenernos un poco para ver qué pasa y de qué manera podemos intervenir. Y créanme que no alcanza con donar una muda de ropa o una caja de alimentos por mes –como muchos hacemos-.

Soy docente de Nivel Medio y existen, en Viedma, infinidad de casos de niños o niñas con adicciones. Algunos todavía tienen algún familiar directo. Otros no. Algunos no saben lo que es comer en su casa. Otros saben lo que es “caer” dos o tres veces por mes en cana, “porque me mandé una cagada, Profesora”. Algunos no saben lo que es tener un baño con inodoro. Otros tantos ni siquiera tienen baño… ni papá, ni mamá, ni tía, ni tío, ni abuela, ni abuelo, ni nada. Papás o mamás presos o adictos, hermanos o hermanas presos o adictos… amigos presos o muertos en situación de desprotección, miseria, hambre, abandono, dolor.

Ni hablar de los alumnos que vienen a la escuela y están “depositados” en alguno de los hogares que hay en nuestra localidad (hubo oportunidades en las que a alguno de ellos el señor que los cuida los ha esperado en la puerta del aula porque ha pasado que salen corriendo, con la mirada perdida, para escaparse o ir a fumar al baño). “Déjeme ir al baño, Profesora.” Y una y otra vez les decimos no, porque sabemos a qué quieren ir al baño. Y una y otra vez dedicamos horas de clase para hablar de lo que les pasa, de los problemas que tienen, y los escuchamos, y les hablamos, y los aconsejamos. Pero con esto no alcanza.

Seguramente a cualquiera de nosotros alguna situación similar nos llevará años de terapia sanar. Pero ellos no pueden acceder del mismo modo al sistema de salud: “este es un malandrita que cayó acá porque estaba afanando”, dijo hace un tiempo y a modo de chiste un médico del hospital al que todos le pagamos para que nos garantice la cobertura de salud pública.

No alcanza con el discurso pobre que sentencia que “el que quiere sale y no por ser pobre hay que salir a robar” o “el que quiere la deja”. El que quiere, puede, lo dejan, tiene las condiciones psicológicas, sociales y emocionales, la atención de profesionales de la salud y el acompañamiento y cálido afecto de un hogar y de una familia para comenzar un proceso de recuperación de adicciones, tal vez sale. El que tiene eso y además, alrededor de 7 mil pesos mensuales (promedio aproximado) para ser internado y atendido en un Centro de Rehabilitación, tal vez sale.

¿Qué representan esos niños o niñas para nosotros? ¿Cuál es la “amenaza” que representa “ese otro”? ¿De qué derechos hablamos cuando decimos que no se respetan? ¿Cuál es el relato que construimos desde la comodidad de nuestra casa? ¿Qué espacios proponemos para pensarnos en relación con estas situaciones?

Yo no tengo la fórmula pero tampoco soy quien para querer encarcelar o condenar socialmente a alguno de estos niños o niñas que están atravesando esta tremenda situación de vida que implica ser adicto, pobre y encima estar marginado y condenado socialmente.
Empecemos a mirar para adentro y a hacernos cargo. Con los jóvenes, no.

María Fernanda Díaz
Profesora