“El justo proceso” ● Ana Paula Berraz

Suele decirse que el Código procesal penal no es más que la ley reglamentaria de la Constitución. Eso es porque, si bien tanto la Constitución Nacional (parte orgánica, específicamente el art. 18) como la provincial (arts. 17 a 22) establecen las garantías procesales que asisten a todos los individuos, las cartas magnas no se explayan respecto de cómo deben asegurarse dichas garantías.

Es entonces que surge la necesidad de conocer el proceso cual si fuera una obra de ficción, desde su inicio hasta el final, para comprender cómo se articulan aquellas de modo tal de proteger fácticamente a los ciudadanos frente al poder punitivo del Estado.

 

Ahora bien, hay que tener presente que en la actualidad la obligación de respetar las garantías procesales no viene impuesta únicamente por nuestras cartas constitucionales, sino que es el orden internacional, mediante sendos documentos (de carácter no sólo jurídico, sino también histórico) y varios sistemas jurisdiccionales, el que impone a los Estados asegurar su pleno respeto.

 

Teniendo en cuenta este marco es que puedo referirme a la importancia de la reforma del Código procesal penal de la provincia.

Aquí no se trata de una reforma más, se trata de dejar definitivamente atrás un sistema de reminiscencias tan antiguas, que atrasan siglos.

 

El código que aún rige en nuestra provincia pertenece al grupo de los denominados “inquisitivos reformados”. Vale decir que el nombre no tiene nada de casual, sino que refiere al proceso instaurado en el vetusto Derecho Canónico (vigente en la Edad Media, no por nada referida como “oscura”), del cual surge como ejemplo representativo la llamada “Santa Inquisición”.

 

Este tipo de procesos no tenían nada de improvisado. Al contrario, contaba con reglas precisas, mayormente respecto del trato para con los acusados, en donde la tortura era considerada el medio idóneo para sonsacar la por entonces “reina de las pruebas”: la confesión.

Además, un proceso así concebido establecía en cabeza de los jueces la potestad trifásica de investigar, acusar y decidir.

 

Es aquí donde deseo hacer hincapié, pues lo que hoy concebimos como la garantía de “Imparcialidad judicial” simplemente no tiene lugar en un escenario de estas características.

 

Y si bien hasta ahora vengo repasando historia antigua, el proceso penal que rige aún en Río Negro conserva mucho de esta historia.

La llamada “etapa instructora” del proceso, en la cual es el juez de instrucción el encargado de llevar a cabo la investigación, pero también es quien debe decidir qué hacer en base a ella (sustancialmente, imputar o no imputar, llevar a alguien a juicio o no), es el ejemplo más preciso de lo “inquisitivo” del proceso en sí y de cómo no se respeta la garantía de imparcialidad judicial.

Esto es así porque no cabe hablar de un juicio imparcial proveniente de la misma persona que debe investigar si un hecho delictivo ha acontecido o no.

Cualquiera que lleva a cabo una investigación (del tipo que sea) carga ipso facto a la misma de subjetividad y es, viceversa, influido por ella de tal modo que mal puede hablarse de un análisis imparcial de los hechos.

 

Es por eso que debe aparecer en escena la figura del Fiscal, como agente que debe investigar y llevar adelante la acusación (tarea que consiste en “derribar” la presunción de inocencia para, sólo así poder imputar y juzgar) manteniéndose apartado de la facultad decisoria, que sí debe reservarse al juez, único capaz de llevar a cabo esta última.

 

La facultad de “promover y ejercer la acción penal” (art. 54 CPPRN) no puede reducirse a un mero acto formal: su ejercicio debe ser cabal y esto incluye llevar a cabo la investigación, sobre todas las cosas.

De esta necesaria participación del Fiscal en el proceso es que surge el apelativo “Acusatorio” para referirnos a los nuevos códigos procesales.

Sin embargo, aún falta en este escenario otro agente protagonista, esencial para el proceso y para el verdadero respeto de las garantías, si bien relegado la mayoría de las veces a un segundo plano. Se trata de la Defensa.

Como contrapartida de la facultad acusatoria del Fiscal debe intervenir un Defensor (oficial o privado) que sostenga la posición del imputado y contribuya activamente a asegurar sus garantías desde el primer momento. Esto no ocurre en el proceso actual, en el cual la Defensa sólo puede acceder al expediente cuando la investigación (que contiene múltiples actos capaces de comprometer seriamente los derechos individuales) prácticamente ha llegado a su fin, y sólo queda la posibilidad de apelar la elevación a juicio.

 

La deliberada atención que pretendo despertar sobre este aspecto puede parecer sobreabundante, pero dadas las circunstancias, ciertamente no lo es.

Escapa al conocimiento (y otro tanto a la memoria) de muchas personas, que a partir de la reforma constitucional de 1994 surge en el tope de la pirámide jurídica nacional la regulación del Ministerio Público, como “órgano independiente, con autonomía funcional y autarquía financiera, que tiene por función promover la actuación de la justicia”(art. 120 CN). Esta entidad engloba a ambas figuras previamente comentadas.

 

Lo que a simple vista perece un organismo más del organigrama político implica el basamento de una nueva estructura del Poder y el proceso judicial.

Hace entonces, al menos 18 años que en la Argentina no puede concebirse un

procedimiento que escape a esta estructura. Es por eso que la reforma del Código Procesal penal no puede dilatarse. No es suficiente con que existan los agentes públicos que mencionamos si los mismos no cuentan con las facultades que les permitan actuar conforme al objetivo de su creación; facultades reservadas a cada uno de ellos, y no a los demás. Un ambiente propicio incluso para fomentar la desburocratización y agilización de los tiempos de la Justicia.

 

En síntesis: corresponde al Fiscal investigar y acusar; a la Defensa, valga la redundancia, defender; y a los jueces corresponde velar por el cumplimiento de las normas que conforman el ordenamiento jurídico, tanto que para ellos asegurar el respeto de las garantías procesales no se trata (como muchos pregonan) de una opción o preferencia, sino de una obligación. En base a este respeto es que se les otorga la facultad, en fin, de decidir.

Es en este escenario, y en ningún otro, que resulta viable hablar de “Imparcialidad judicial” y de “debido proceso”. En otras palabras, un proceso más justo.

 

 

Ana Paula Berraz

Abogada

 

 

(SOBRE LA IMPORTANCIA DE LA REFORMA DEL CÓDIGO PROCESAL PENAL DE RÍO NEGRO)