Menem: Un busto ahí

(Por Martín Rodríguez*).-  Se cumplen 35 años de democracia, un buen momento para hacer un balance de nuestro Nixon.

Con la democracia no se come, ni se educa, ni se cura… pero con la democracia se manda. Eso habrá pensado Menem, que era un lector de Alberdi, que era un lector de Rosas. Menem fue la llegada de un civil (demasiado civil) que dijo: «¿dónde está el poder?». Le dijeron «ahí» y fue «ahí». Menem fue el poder. No está siempre bien esto. No es perfecto. No es hora de embellecer a nadie. No hay nada peor que una adhesión estética tardía. El menemismo fue juzgado. Sin embargo, viene bien hacer mejor las cuentas a esta hora de la noche que se están por cumplir 35 años de democracia y nos miramos en el espejo: «espejito, espejito, cuál es la presidencia más bonita». Y lo de siempre: recitamos el Preámbulo con la voz ronca del viejo caudillo de Chascomús.

El «Nixon» de Oliver Stone se arrodilla a rezar y le dice al cuadro de JFK: «cuando te ven, ven lo que quieren ser; cuando me ven, ven lo que son». Así Menem lo diría mientras recorre el camino del ostracismo y cumple su ciclo vital: ¿nadie nunca osará ponerle un busto a Menem? ¿Alfonsín es el nombre de lo que quisimos ser, Menem el nombre de lo que fuimos? ¿Un Kennedy de Chascomús y un Nixon de Anillaco que nos sacó para siempre de Vietnam?

No elegimos nuestros padres. ¿No elegimos nuestros padres? Alfonsín, se repetirá siempre, es el padre de la democracia. Anda eterno, a upa de una lluvia de papelitos blancos como una nube que lo deposita en el balcón del Cabildo ese diez de diciembre «de todos». El patriarca de la primavera y el otoño. Ya hablamos de eso, del «Elige tu propio Alfonsín». Hay omisiones. Una general: la del peronismo en la creación de la democracia (Cafiero, los renovadores, Ubaldini). Otra puntual: la paternidad compartida de la democracia con Carlos Saúl Menem.

También la democracia empezó el 3 de diciembre de 1990 cuando un presidente argentino salido de las urnas pudo tomar una decisión. Menem ordenó reprimir el 3 de diciembre de 1990. Como el detective de El Fugitivo, luego de acabar un asalto con rehenes que le dice al policía atribulado por el desenlace fatal: «yo no negocio», Menem pudo dar la orden de represión, pudo ser comandante en jefe de las fuerzas armadas… pudo no negociar. Tenía en frente al último de los Mohicanos: un Seineldín que había sido parte de esas alianzas marginales con que quiso contrapesar el esplendor prestigioso de Cafiero en la interna. Menem candidato recibía apoyos y aportes, si era necesario, hasta del Frente Polisario. Y pudo probar el derecho a disparar por todo lo que sí había negociado antes con otros, y por todo lo que negoció después con otros más. Fin del «Partido Militar». Lo que quedaba: la última patrulla sin rendirse. Un 3 de diciembre de 1990 no negoció nada con los carapintadas. «La rendición es incondicional», le dijo Balza al amotinado Tévere. (Martín Balza, héroe de Malvinas y de la democracia.) Dos días después, Menem recibía al presidente de Estados Unidos.

Alfonsín, como dijo Halperín Donghi, fue el jefe del monopolio del uso de la violencia legítima al precio de no usarla, Menem pudo dar la orden de la democracia: que un uniformado disparara contra otro. Aquel diciembre no tuvo plaza llena, ni felices pascuas, y su gobierno se articuló en un mensaje de pedagogía difícil: darle la razón a los vencedores de la Historia. Abrazar a Rojas, a Bush. Menem nos metió adentro del capitalismo. Adentro de un shopping. Adentro del juego de las sillas de ganadores y perdedores. Menem nos metió en el traste el sueño de tener una «prestigiosa clase política» con la que nos solazamos en los años 80. Menem en su desparpajo incubó el «Que se vayan todos» en la boca de una clase a la que le regaló diez años inolvidables. Intercambiar consumo por movilidad. Adentro de la democracia real y que el árbol de la estabilidad tape el bosque de los excluidos. Ni Moncloa ni Moncada: un Pacto de Olivos con olor a gallos y a medianoche. ¿Dónde empieza el contrato social? En el valor de la moneda. Fue cruel, pero fue nuestro. Empezó ahí, en esos años, algo que se parece, que tiene el olor de lo que vivimos hoy: democracia y desigualdad. Porque si miramos esta paternidad más sórdida entendemos no sólo este «presente» sino también nuestras «tolerancias». Nuestras tolerancias «como sociedad». Trocamos mando por justicia. Y encontramos el formato popular entre democracia y mercado. «Capitalismo popular de mercado», decían con gambeta sus funcionarios más finos.

Cambiemos hizo la estatua de Alfonsín. Eligió bien: Alfonsín camina por los jardines de Olivos en 1989. Se va y nunca volverá. Cabizbajo, derrotado, débil, el patriarca cumplió amargamente la profecía de entregarle «la banda» a otro presidente elegido por las urnas. Juntó multitudes a recitar el Preámbulo de la Constitución en su aurora. Y se fue rodeado de multitudes que saqueaban supermercados o clases medias que recitaban el precio del aceite adentro de un Hogar Obrero. Miedo a los carapintadas, miedo a los remarcadores. ¿Qué había, cuál era el temblor más grande en ese país del temblor? Le debemos el oropel de la democracia al Juicio a las Juntas, a la Ley de divorcio, pero también le debemos la democracia al 1 a 1 que catapultó a ese presidente que se divorció a los gritos en la puerta de Olivos. El 1 a 1: ¿se nos ocurre otra forma de «imaginación al poder» de nuestros liberales que esa, con la cara de lunático de Cavallo en esa foto en la que sostiene un billete de un peso arriba de un billete de un dólar?

Menem nos fundió. Fundió la economía y también fundó el orden. Este orden. Horrible, sí. Pero en un país que hoy, en un siglo fiero, flota aún con sus AUH, su clase media de excepción, su idea del derecho al consumo, un rara avis, gigoló y agrandado que no se resigna hacer los grandes sacrificios de las economías milagrosas ni a entregarse del todo a las ventajas de su «naturaleza». Menem también marcó el tiempo del derecho más duro. En la Argentina somos raros: creemos demasiado en el capitalismo y lo asfixiamos. Y aunque hoy nos gobierne una corte de liberales que detestan esa «naturaleza argentina», la última herencia y más difícil de sacarnos de encima de estos setenta años de peronismo es «el derecho a consumir». Nos gobierna una coalición que cree en la exportación, en la inversión, y no en el consumo. Cartoneros con celular. Indemnizados con Split. Camioneros en Punta Cana. Qué raza mestiza. Hablemos de la militancia kirchnerista: hablemos del Ahora 12.

Menem está invisible en esa misma imagen con que decidieron adornar la memoria de Alfonsín. Menem es la otra parte de 1989, el otro cuerpo, la sombra de esa foto. Menem es el camello del Corán de nuestra democracia. Alfonsín está en el bronce, Menem está en las cosas. «Traigan al gorila musulmán/ para que vea/ que este pueblo no cambia de idea/ lleva las banderas de Evita y Perón» decía el sobrecito de azúcar de La 12 en la Bombonera de 1990, 1991. Y el 1 a 1 apagó ese grito. Casi nadie se acuerda de José Barrita (que en paz descanse, Abuelo). Hace algunos años un panelista de esta política televisada entrevistó a Menem. Lo encaró del peor modo posible: como a una pieza más de ese museo del hedonismo new richllamado «menemismo». Carlos Saúl Menem no era un menemista. Fue un hombre de Estado que remató el Estado y sembró un derecho casi indecible porque se pronuncia como deseo: nos merecemos el mundo. Lo que no se puede doblegar es la sociedad que nació en los 90. No la del 70, no la del consenso alfonsinista. La del pacto menemista, la del consumo popular. Esa adhesión a la economía de mercado con formato de «derecho». Por eso esta sociedad puede ser jacobina y no votar a la izquierda, igualitaria pero con mano dura. Esa simbiosis entre democracia y capitalismo que fue una pedagogía involuntaria de Menem, Kirchner lo intuyó. Vio que el consumo otorgaba márgenes para la agenda «por izquierda». Frávega y derechos humanos. Una cosa atada a la otra. El límite mismo de Cambiemos está en la pulpa de su consenso pasajero. Un país donde casi todos se creen de clase media. ¿Cómo hace Cambiemos para promover los valores capitalistas e inhibir el consumo a la vez? Es la paradoja inversa del kirchnerismo: medir la justicia social por niveles de consumo. El consumismo creó al «hijo del modelo», que renegó de él. El consumismo votó a Cambiemos, que reniega de él.

35 años de democracia no se cumplen todos los días. En el juicio final frente al Dios laico, cuando le tocó la bolilla militar al presidente Alfonsín, éste habrá dicho: «yo retrocedí, pero los enjuicié cuando eran ganadores, logré que el ejército vencedor de esa guerra sucia se juzgue a sí mismo». Aplauso, medalla y beso. Cuando le tocó a Néstor Kirchner, el pingüino habrá dicho: «yo los agarré cansados, les bajé el cuadro, los pasee por todos los tribunales que pude». Aplauso, medalla y beso. Ese día que alguna vez llegará, y frente a ese Dios, Menem dirá: «yo los indulté… pero les disparé». Un busto ahí.

*Periodista, publicado en La Política On Line.