Populismo judicial

(José Natanson-Le Monde Diplomatique) ¿Alguien recuerda, más allá del caso extraordinario del Juicio a las Juntas, el nombre de los jueces federales de los ochenta, aun de los integrantes de la Corte Suprema? Probablemente ni esos canosos seres nostálgicos que son los alfonsinistas sentimentales logren mencionar a alguno, y en cambio todos sabemos de qué estamos hablando, incluso podríamos reconocer sus caras si cenáramos en los mismos restaurantes, cuando nos dicen Servini, Bonadío, Oyarbide, Lijo.

La judicialización de la política, en el sentido de la ampliación de la influencia de los tribunales a zonas antes reservadas a los otros poderes, es una tendencia mundial que, como tal, registra causas múltiples.

La primera, positiva, es la ampliación de derechos. En muchos países, sobre todo aquellos herederos de la tradición liberal, el Poder Judicial estuvo básicamente consagrado a proteger la libertad en sentido negativo, es decir la libertad individual y la propiedad privada. Pero en un movimiento que comenzó con el siglo XX y tomó impulso a partir de la segunda posguerra, se fueron sumando a estos derechos elementales los derechos de segunda generación, relacionados con las condiciones de vida, el trabajo y el bienestar de las personas, y luego, desde los ochenta, los llamados “derechos difusos”, aquellos que no refieren a los individuos sino a la sociedad como un todo (a un ambiente sano, a la cultura, etc). Con sus matices y destiempos, Argentina acompañó esta tendencia, primero a través de la “Constitución social” del primer peronismo y su principal legado, el artículo 14 bis, y después con la reforma menem-alfonsinista de 1994.

El nuevo catálogo de derechos habilitó litigios y demandas vinculados a cada vez más temas, sobre todo a partir de 1983, cuando la recuperación de la democracia abrió la oportunidad para un nuevo protagonismo de los tribunales. Se trata, como sostiene el sociólogo Javier Couso (1), de un fenómeno común a los países de la tercera ola de democratización: luego de años, y en algunos casos –como España, Portugal y, más entrecortadamente, Argentina– décadas de dictaduras, la sociedad comenzó a depositar en los “jueces liberales” la esperanza de una rápida corrección de los desbordes autoritarios de una clase política a la que todavía se consideraba contaminada por el autoritarismo y el populismo del pasado, en línea con la famosa celebración de Tocqueville acerca del poder de los magistrados como freno a la tiranía de las asambleas políticas.

Fortalecidos por una autoestima renovada y, a diferencia de otros poderes del Estado, con sus recursos institucionales intactos, los jueces se pararon sobre esta nueva “cultura de derechos” que crecía conforme se afianzaba la democracia para ampliar su radio de acción hasta abarcar cada vez más aspectos de la vida pública. No todas las consecuencias fueron negativas: un caso claro de activismo judicial positivo es el Juicio a las Juntas y el desborde posterior, que llevó al alfonsinismo a intentar frenar el afán justiciero de los magistrados mediante las leyes de Obediencia Debida y Punto Final.

Cada país vivió el fenómeno de manera diferente. La tendencia a la judicialización se aceleró bajo diseños institucionales que propenden a dispersar el poder, por ejemplo con sistemas federales como el nuestro, o que incoporaron nuevos mecanismos legales, como el amparo elevado a rango constitucional en la reforma del 94. Y, más decisivamente, prosperó en aquellos lugares en los que se registró una movilización legal desde abajo, estructuras especializadas de apoyo para que los organismos de derechos humanos, las ONG o los movimientos sociales canalicen sus demandas ante el Poder Judicial, ya sea en clave progresista (como, digamos, el CELS) o conservadora (como, digamos, el Colegio de Abogados de la Capital Federal).

Efectos

El Poder Judicial tiene la obligación de proteger los derechos de todos los ciudadanos, por ejemplo los de las minorías impopulares frente a los rutinarios excesos de las mayorías: si el gobernador de una provincia argentina quisiera prohibir el acceso al sistema educativo o de salud a los bolivianos (o peruanos o judíos) probablemente todos coincidiríamos en que la justicia haría bien en prohibírselo. El problema aparece cuando los jueces avanzan más allá de la estricta protección de los derechos, cuando su rol de “legislador negativo”, en el sentido de anular decisiones consideradas inconstitucionales, se trastoca en “legislador positivo”; cuando en lugar de controlar las leyes tratan de moldearlas.

¿Por qué es un problema? En primer lugar, porque los jueces carecen de las herramientas adecuadas para dar respuesta a muchas cuestiones sobre las que suelen expedirse. Su cualidad contra-mayoritaria, en el sentido de que a veces deben ir contra la opinión prevaleciente, deriva del particular estatus que ocupan en el Estado: el Poder Judicial es, como se sabe, el único de los tres poderes cuyos integrantes no son elegidos democráticamente y por lo tanto no pueden ser castigados en la siguiente elección, y es también el único que garantiza estabilidad en el cargo y obliga a sus miembros a contar con un título universitario y manejar los rudimentos de una tecnojerga casi tan oscura e incluso más avinagrada que la de los economistas. Los jueces no están preparados, ni institucional ni doctrinariamente, para resolver muchos de los problemas que se les ponen enfrente: pueden fallar, en las dos acepciones del término, pero no gobernar.

Esto no quiere decir que no hagan política, en un sentido u otro. Provenientes en general de un mismo estrato social y a menudo portadores de una misma ideología, los jueces, como sostiene Lucas Arrimada (2), no son extraños al sistema político sino un producto de la política y de los consensos multipartidarios con los que han sido designados. Muchos de ellos tienen incluso una larga trayectoria política desarrollada tras bastidores, a punto tal que algunos partidos, como el radicalismo, se encuentran notablemente sobrerrepresentados en los tribunales.

Pero las consecuencias de la judicialización de la política no se limitan a los riesgos de delegar en el más aristocrático de los órganos de gobierno decisiones que deberían ser adoptadas por los representantes populares. Quizás el problema central radique en que la judicialización no resuelve sino que posterga los conflictos. Más que una consecuencia del afán de protagonismo de los magistrados, la judicialización es, en la mayoría de los casos, una reacción a la dificultad de los dirigentes y los partidos para encontrar respuestas: como sostiene Arrimada, es un resultado del silencio de la política.

Casos
Por la dispersión institucional que resulta de sus dimensiones continentales, la profundidad de su federalismo y una tradición liberal que ha derivado en una desconfianza casi genética en la concentración del poder, Estados Unidos arrastra una larga historia de activismo judicial, con momentos especialmente conflictivos durante el gobierno de Roosevelt, cuando la Corte Suprema intentó frenar buena parte de la legislación del New Deal hasta que el presidente, fortalecido tras su reelección, amenazó con removerla, y con ejemplos más positivos en los fallos de la “Corte Warren” contra la segregación racial en las escuelas y el transporte. La famosa “advertencia Miranda” –“Usted tiene derecho a guardar silencio, cualquier cosa que diga podrá ser usada en su contra…”– es una garantía establecida en un fallo del tribunal.

En Argentina, luego de décadas en las que el Poder Judicial acompañó bastante pasivamente a los diferentes gobiernos, la judicialización de la política se ha convertido en un fenómeno cotidiano, comprobable con una rápida lectura de los diarios. Su cuantificación es difícil pero no imposible: en “La Corte Suprema frente al gobierno” (3), Gustavo Arballo analizó 502 casos “políticamente perfilados”, definidos como aquellos que forman parte de la agenda de debate público, resueltos por la Corte Suprema entre 1984 y 2013, y llegó a la conclusión de que se ha registrado un aumento significativo en la última década.

En todo caso, una simple revisión de la historia reciente confirma que iniciativas políticas del Poder Ejecutivo apoyadas por amplias mayorías legislativas pluripartidistas –el tratado del Beagle durante el alfonsinismo, las privatizaciones durante el menemismo y la Ley de Medios durante el kirchnerismo– terminaron definiéndose, en algunos casos por penales, en la Corte Suprema, lo que nos pone ante la situación un poco incómoda de aceptar la legalidad de decisiones que muchas veces no compartimos. Y en este sentido resulta interesante señalar que la impugnación judicial partió, en estos tres casos y en muchos otros, de los partidos que habían perdido el debate parlamentario, lo que confirma que los principales responsables de la judicialización de la política casi siempre son… los políticos.

Y hay, finalmente, ejemplos de una extravagancia caribeña. En Brasil, la justicia se atribuyó el derecho a frenar una decisión tan ostensiblemente política como la designación de un ministro (Lula, que no pudo jurar como jefe de la Casa Civil) con el argumento de que el cargo le daría herramientas para evitar los procesos en su contra. En Argentina, ante la imposibilidad del kirchnerismo y el macrismo para coordinar de manera razonable la transferencia del mando, una jueza (Servini de Cubría) decidió que los constituyentes habían sido tan descuidados como para dejar acéfalo al país durante una noche, la que media entre la entrega del bastón presidencial y la jura del nuevo mandatario, lo que derivó en la festejada presidencia de ese ícono de las redes sociales en que se ha convertido el sereno, educado y sobrio Federico Pinedo.

Un juez ahí
Por estos días el activismo judicial encuentra su costado más melodramático en la corrupción, que reaparece crónicamente cuando un ciclo político se apaga con su minuto a minuto de denuncias, arrestos y confesiones. Es, en cierto modo, inevitable. Desde el momento en que la personalización de la política concentró el foco de la atención pública en los dirigentes antes que en los partidos o los programas, la reputación personal se transformó en un capital decisivo, y los esfuerzos por demolerla a base de escándalos, en un recurso esencial. Sin embargo, como demuestra la secuencia italiana de Mani Pulite-crisis de representación-Berlusconi, no siempre el ideal higienista conduce al destino esperado, lo que no implica desde luego que haya que evitar los procesos, sino simplemente prevenir sobre sus consecuencias. Porque si los jueces ganan poder entonces la reacción natural de los políticos será intentar influenciarlos. Las caras de la luna son dos: la judicialización de la política lleva a la politización de la justicia.

Notas:
1. “Consolidación democrática y Poder Judicial: los riesgos de la judicialización de la política”, Revista de Ciencia Política de la Universidad Diego Portales, Vol. XXIV, Nº 2, Santiago de Chile, 2004.
2. “Los jueces como actores estratégicos”, Infobae, 25-8-2014.
3. Ponencia preparada para el XII Congreso Nacional de Ciencia Política, organizado por la Sociedad Argentina de Análisis Político y la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, 12 al 15 de agosto de 2015.