Dos modelos, una realidad

Berni
(Rodolfo Mariani) Pasada la primera vuelta, a dos semanas del balotaje, las sorpresas van decantando en enseñanzas. Nadie imaginó que entre Daniel Scioli y Mauricio Macri habría tan sólo dos puntos y medio de distancia. Todas las encuestas auguraban entre 8 y 12 puntos.

Si bien se sabía que en el principal distrito electoral del país la elección podía ser reñida, pocos imaginaban el triunfo de la candidata de Cambiemos, María Eugenia Vidal, y mucho menos con una ventaja de cinco puntos. Por último (y para mencionar sólo algunas de las cosas que llaman la atención) hay que referirse al patrón de comportamiento de los electores que modificaron su voto entre las PASO de agosto y la primera vuelta.

En la primera vuelta aumentó el número de votantes con relación a las PASO, disminuyeron el voto en blanco y los votos anulados. En virtud de ello, se registraron poco menos de dos millones de votos afirmativos más que en las PASO. Además, hubo redistribución de preferencias a partir de las pérdidas de caudal electoral que tuvieron algunos partidos (Progresistas y Compromiso Federal) con relación a lo que habían obtenido en agosto, y el redireccionamiento de las preferencias de los votantes que en las PASO se habían manifestado por fuerzas que no alcanzaron los pisos legales para acceder a la elección general. Todo ello compone una masa de votantes flotantes de aproximadamente dos millones y medio que se movieron de modo tal de desbaratar todas las predicciones.

Es interesante el comportamiento de ese conjunto de votantes por su diversidad. Se trata de ciudadanos que en las PASO no votaron, otros que lo hicieron en blanco y otros por opciones distintas de las que eligieron el domingo y que van desde la izquierda a la derecha del espectro ideológico. No se trata a priori de un colectivo sesgado o signado por una identidad o un rasgo. Y es, además, socialmente heterogéneo. Por otra parte, constituye una porción muy grande del electorado (10%, aproximadamente) en la que cabrían, desde el punto de vista del tamaño, muchas muestras representativas de un sondeo nacional de opinión pública.

Que sólo uno de cada diez de ellos elija a la opción que en el resto de la población resulta ser la más elegida y que, inversamente, nueve de cada diez opten por las dos opciones políticas con chances de disputarle poder o limitar al FpV es una evidencia que no puede pasarse por alto.

No hay en ese colectivo ninguna identidad política positiva que lo aglutine. Al contrario, existe un marcado sentimiento de aversión al Gobierno que parece ser más fuerte que cualquier identidad y que sepulta, incluso, las simpatías que podría generar la mejoría experimentada en estos doce años en la situación socioeconómica y en la ampliación de derechos de –al menos– una amplía mayoría de esos ciudadanos.

Otras vías
La sorpresa se edificó a partir de esa porción del electorado que salió en busca de un vehículo para la expresión de su contrariedad. Como quien macera durante mucho tiempo sus pequeñas quejas en silencio, pacientemente y sin encontrar las palabras exactas que puedan dar cuenta de lo disonante, de lo que se le escapa al discurso de los logros y las conquistas. Así, en el momento exacto, sin anticipar su movimiento en las PASO, esa porción del electorado clavó su estocada el domingo 25 de octubre. El PRO de Mauricio Macri y María Eugenia Vidal, que leyendo los signos de los tiempos se presentaron a elecciones con el lema Cambiemos y, en menor medida, Sergio Massa y la fuerza que construyó desprendiéndose del FpV en 2013, estaban allí para ser instrumentos de la contrariedad.

Mauricio Macri, interpretando la letra del “arte de ganar” de su consejero Jaime Durán Barba, caminó sobre las aguas turbulentas de la política ofreciéndose al gran público como un filántropo, un hombre que “está hecho” y que sólo quiere ayudar a que “la gente viva mejor”. Ocultó sistemáticamente sus ideas y sus planes y hasta en la etapa final de la campaña ponderó los logros del gobierno de Cristina Kirchner más valorados por la ciudadanía y que él mismo en su debido momento se encargó de denostar y boicotear.

La derecha concentrada sabe quién es y lo sabe “su” hombre. Para el resto de la ciudadanía que lo acompaña construyó una imagen vaporosa de un líder abierto al diálogo, que no entra en mayores discusiones, bienintencionado y que pronuncia, una tras otra, frases generales. Macri busca hacer contacto directo con la gente a la que la política no le importa ni le gusta. Busca entrar en la cocina de la casa de esa gente: por eso es “Mauricio” y son “Gabriela”, “Horacio”, “María Eugenia”. Nadie llama por el apellido a nadie en la cocina de su casa. Todo su éxito depende de ese contacto y cuanto menos lo politice más posibilidades tendrá de sacarle provecho. Por eso, lejos de ser un obstáculo, que Macri no sea lo que se dice un estadista es una ventaja que supieron explotar.

Hay en esa construcción una radical definición ideológica: el PRO es una fuerza política diseñada para sacar provecho de la realidad, no para cambiarla. Su potencia emerge de la desarticulación de todo discurso que imprima a los problemas comunes de la gente un elucidario político, una interpretación que permita comprender el porqué de lo que sucede desde una perspectiva social que contemple a los poderes actuantes y a los conflictos que crean realidad.

En esa visión, “los problemas comunes de la gente” –en tanto problemas– se explican por los malos funcionarios que hacen política y se benefician de la política. En consecuencia, se trata de despolitizar la realidad y gestionar de manera honesta. Esa visión del mundo –entre otras cosas– es una ciénaga de la verdad que se traga “casi” todo lo que la existencia social tiene de inteligible y absuelve a los genuinos poderes dominantes de su responsabilidad con las distintas formas de exclusión en las que se inscriben “los problemas comunes de la gente”. El PRO no trabaja para desarmar ese equívoco sino para valerse de él.

Se trata de una derecha ambigua, de la típica neoderecha del Mostro Mitre, que detrás de su aspecto cool, friendly y culturalmente moderno y apegado a las “buenas prácticas”, es fuertemente neoliberal en lo económico y entiende a lo público como un ámbito de articulación y promoción de negocios corporativos. El ocultamiento de su inscripción en la más pura tradición liberal y su decisión de abrirse a diferentes identidades políticas (radicales, peronistas no-kirchneristas, etcétera) difumina su impronta socialmente conservadora, pero mantiene intacto el filo delimitante de su “nosotros” excluyente y contribuye a prefigurar un potente populismo de derecha. A mitad de año logró vencer nuevamente en las elecciones de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA). El 25 de octubre, contra todos los pronósticos, se alzó con la Gobernación de la Provincia de Buenos Aires. Si Macri venciera a Scioli en el balotaje, por primera vez en la historia del país una misma fuerza política controlaría la Nación, Buenos Aires y CABA a través de gobiernos democráticamente electos.

La historia
No había asumido Nestor Kirchner aún la Presidencia y ya intentaban marcarle la cancha (http://www.lanacion.com.ar/496350-treinta-y-seis-horas-de-un-carnaval-decadente). La decisión de no someterse a los poderes fácticos, de procurar que la política fuera un quehacer ciudadano transformador y de fundar el gobierno en la voluntad democrática y no en el poder de las corporaciones, fue desde el primer momento un parteaguas que redefinió la Argentina. Esa encrucijada se hizo patente con el correr del tiempo. Y desde que asumió, Cristina tuvo que enfrentar operaciones de prensa, brutales y cotidianas. El acontecimiento de la 125 refundó al kirchnerismo y a su sujeto: asumió el conflicto con los poderes fácticos, no solo de este gobierno con Clarín, sino de la democracia con los dueños del poder económico, que pretenden subordinar la voluntad de las mayorías a sus propios intereses.

Para protegerse, procuró establecer canales comunicacionales con la ciudadanía, romper el cerco informativo de los grandes monopolios de medios y establecer un dispositivo que le permitiera sobrevivir al fuego mediático. En buena medida lo logró, pudo transmitir el mensaje y las coordenadas básicas de un conflicto que no inventó. Pero con el tiempo, ese estilo no logró trascender la fase aguda del conflicto ni desarrollar recursos que le permitiesen abordar complejidades y matices que se le escapan al lenguaje de la confrontación, que exige ubicar discursos muy diversos en solo dos casilleros posibles. La realidad se convirtió en una creación de esa disputa y de esos excesos.

El kirchnerismo logró construirse como la primera minoría del país con un discurso y políticas concretas de inclusión social, industrialización, desarrollo, autonomía, soberanía nacional, integración regional y expansión de derechos. Cristina deja un país claramente mejor que el que le tocó transformar. Ningún presidente desde el retorno a la democracia dejó el cargo con el nivel de apoyo e imagen positiva que tiene la Presidenta.

Pero, paradójicamente, tras doce años intensos de transformaciones, conquistas y disputas, parece que se fue abriendo paso en la sociedad un difundido agotamiento, una sensación de agobio, incluso para sectores que en otros momentos supieron acompañar electoralmente al kirchnerismo, que comparten objetivos y que entienden que efectivamente existe una tensión central entre la voluntad de las mayorías democráticas y el poder de las corporaciones económicas concentradas.

La forma en que el Gobierno empujó su construcción política y la intensidad con que lo hizo constituyen una suerte de pleonasmo que en un punto resultó autodestructivo. Una semiótica de la demasía progresivamente autonomizada del mundo de la representación política plural y de esa parte temporal de la existencia de la gente no alcanzada –aunque sea ilusoriamente– por las grandes pujas de intereses, los alineamientos políticos y los bandos. El Gobierno y el propio dispositivo comunicacional se fueron prefigurando cada vez más como una metáfora pascaliana que continuamente se escribe a sí misma. La contrariedad, el enojo, el hastío del electorado que dio la sorpresa el domingo 25 de octubre le dijeron basta a todo eso.

¿Y ahora qué pasa?
Scioli ganó por tres puntos. Recordarlo es importante por el triunfalismo de Cambiemos y los grandes medios de comunicación que instalan un clima en el que parecería que Macri ya ganó la segunda vuelta. Pero esta elección será distinta de la anterior y el resultado es incierto.

Macri logró expresar un amplio espectro sociopolítico, cuyo núcleo y las capas subsiguientes está compuesto por el centroderecha que jamás podrá representar ningún candidato kirchnerista. Pero en la periferia del voto de Cambiemos hay también sectores que no votaron por el neoliberalismo, ni por el regreso al ciclo de la valorización financiera del capital, ni por el país de los dos tercios excluidos, ni por la vuelta a los noventa.

Son votantes bienintencionados que simplemente no saben o no creen que Macri represente esas ideas, aunque los Melconian y los Broda lo digan explícitamente a los cuatro vientos. Son individuos desvinculados de la búsqueda de una comprensión que ya no les venga dada por el “sentido común” construido por el acoso de los grandes medios. Quieren “el bien”, se sienten parte de la “buena gente”. Son individuos-individualizados a los que el “arte de ganar” intenta llevar de la mano al cuarto oscuro como el “arte de vivir” los conduce plácidos a la supuesta felicidad de consumir: dos sofisticadas formas del engaño en la modernidad insatisfecha. Entre el simple ejercicio de ese voto y las enormes consecuencias de esa acción para sus propias vidas, media una inmensa distancia que parafraseando a Hannah Arendt se podría llamar “la banalidad del bien”.

Entre Scioli y Macri hay siete millones de personas que no votaron por ninguno de los dos en la primera vuelta. En tren de conjeturar, es presumible que la mayoría de los votantes de Progresistas se muevan hacia Macri y que una buena parte de los votantes del FIT lo haga hacia Scioli. El resto son principalmente, votantes peronistas que acompañaron a Massa y a Rodríguez Saá. Entre los votantes de UNA hay una sutil nervadura que ordena dos campos diferentes: de un lado, los que nunca acompañaron al kirchnerismo. Son peronistas clásicos que en estos años encontraron siempre un canal de expresión electoral opositor (Chiche o Eduardo Duhalde, Lavagna, De Narváez). Ese voto tampoco acompañará ahora al FpV por más que Scioli sea el candidato y ampliamente se inclinará por Macri. Del otro lado están los que simpatizaron con el FpV, acompañaron durante los dos primeros gobiernos e hicieron parte del 54% en 2011. Esos votantes, por distintas razones que habrá que seguir analizando, se fueron distanciando hasta colocarse en oposición abierta al actual gobierno. Esos votantes no irán mayoritariamente a Macri aunque pueden preferir votar en blanco. Las fichas de Scioli se juegan precisamente allí, en su capacidad de volver a conquistar a ese segmento del electorado.

Lo que parece claro es que Scioli no podrá desatender lo que se lee en el mensaje del voto que no lo acompañó. Logró capturar el voto kirchnerista y apenitas un poco más. En su pretensión de crecer se topó con un límite constituido por un marcado sentimiento “contra Cristina”, no contra la inmensa mayoría de las políticas del kirchnerismo. Si hay alguien dentro del FpV que puede convocar al electorado más allá del núcleo duro del kirchnerismo, ese es Daniel Scioli. Pero para hacerlo tiene que entender el mensaje.

Nadie vota a un presidente que no es quien conduce su espacio a excepción de los que siguen a quien efectivamente lo hace. El voto kirchnerista lo votó y ya lo tiene; para ganar a otros sectores, tiene que convencer que ahora es su tiempo, que gobernará él, que conducirá él y que lo hará a su modo. En Fragmentos del discurso amoroso, Roland Barthes se refiere a un cuento zen en el que un viejo monje está ocupado a pleno sol en desecar hongos y le preguntan ¿por qué no hace que lo haga otro? “Otro no es yo, y yo no soy otro. Otro no puede hacer la experiencia de mi acción. Yo debo hacerlo…”, responde.

Sin ese acto fundacional, un hombre se extravía en la perseverancia de su destino. Empujado por los vientos de la historia y por una suerte de “escándalo de la razón”, Scioli ya no será más Scioli. De esa mutación depende su futuro y el de decenas de millones de ciudadanos.

La Argentina tendrá el primer balotaje de su historia y la sociedad tendrá que elegir entre dos proyectos de país completamente diferentes.