A 21 años del atentado a la AMIA: crónica de un día de guerra

(Por Martín Pazos) La secuencia se repite en loop. Las imágenes se reiteran, casi calcadas, una y otra vez. El plano muestra una escena de guerra. Son personas, sanas, que ayudan a otras, heridas. El contexto es el peor que puede haber en una ciudad viva. Escombros, humo, alarmas que suenan histéricamente, gritos y pedidos de auxilio, que se oyen a lo lejos, lanzados desde distintos lugares. Son los primeros momentos del peor atentado en la historia de la Argentina, el que sufrió la AMIA, del que hoy se cumplen 21 años.

El 18 de julio de 1994 a las 9.50 hacía mucho frío. El invierno porteño transitaba su rutinaria armonía laboral. Empleados que llegaban a sus puestos de oficina como todos los días, repartidores que entregaban la mercadería a los negocios, encargados de edificios que hacían sus tareas callejeras, transeúntes que tomaban el colectivo para ir al trabajo, mujeres y hombres que se dirigían a hacer trámites bancarios: lo mismo que sucede todos los días hábiles a esa hora.

A esa hora una bomba destruyó a la sede de la Asociación Mutual Israelita Argentina. Ochenta y cinco personas murieron, 67 eran empleados del lugar, y el resto, gente que circulaba por la calle o estaba en edificios aledaños. La sede de Pasteur 633 quedó reducida a escombros en segundos, debido a la fuerte potencia del explosivo. Pasteur se transformó en una guardia al aire libre, con heridos por todos lados, ventanas estalladas, edificios rotos y gente desorientada.

«Fue un ruido muy profundo, muy sordo. Inmediatamente después de la explosión la confusión es tan grande que uno no sabe bien qué fue lo que pasó. Se levantó una gran polvareda y un profundo olor a azufre», relató Jorge Beremblum, uno de los sobrevivientes, en un video que se mostró durante una instalación artística documental que se hizo para conmemorar los 19 años de la explosión.

Sirenas. Gente que comienza a llegar desde distintos puntos de la Ciudad. Ambulancias. Personas que están tiradas en la calle. Gritos. Heridos que, como pueden, se arrastran para ser atendidos. Escombros. Ciudadanos que lentamente comienzan a juntarse anárquicamente para sacar los enormes bloques de cemento destrozados que quedaron desperdigados y así poder rescatar a los cientos de atrapados que hay. Pocos policías.

«Recién a las 12.15 se realiza el primer vallado, para permitir el ingreso de ambulancias entre cientos de voluntarios, policías uniformados y de civil, espías, curiosos y periodistas. Las denuncias sobre la falta de presencia inmediata por parte de la policía, los pedidos de baldes y barbijos, los gritos pidiendo silencio para poder detectar víctimas entre los escombros se registran en todas las transmisiones de la televisión», describe el libro Cortinas de humo, de los periodistas Joe Goldman y Jorge Lanata.

Hasta ese momento la comunidad judía en la Argentina había sufrido una sola vez un ataque terrorista masivo. El 17 de marzo de 1992 una bomba explotó en la sede de la embajada de Israel y causó 29 muertos y casi trescientos heridos. La mala experiencia se volvía a repetir a solo dos años.

Esta situación hizo que, a pocas horas de haberse producido el desastre, varios funcionarios del entonces gobierno del presidente Carlos Menem se lanzaran como mediáticos a mostrarse en el propio lugar. Es que en el momento de la explosión de la Embajada, el silencio oficial había sido muy evidente. Así, para diferenciarse de lo que había ocurrido antes, muchos dieron notas a la TV y diarios, y otros solo se mostraron, como el excanciller Guido Di Tella, el médico personal de Menem Alejandro Tfeli, el secretario legal de la presidencia Carlos Corach, entre decenas de diputados, senadores, funcionarios nacionales y dirigentes políticos.

Toda esa situación pareció empeorar aún más cuando, en el medio de la transmisión especial que estaba realizando Telenoche desde la calle Pasteur, unos escombros del techo del edificio colapsado se desplomaron contra los bomberos que trabajaban allí, algunos de los cuales resultaron heridos. «¡Cuidado, cuidado!», gritó desencajado César Mascetti, el conductor del noticiero, aunque ya era un hecho el accidente.

Los días, meses y años siguientes transcurrieron en el medio de la confusión por lo que pasó. Que fue un coche bomba. Que fue un explosivo que estaba en un volquete. La conexión con Siria. La implicancia de Irán. La participación de espías entre los que estaban inmiscuidos varios policías de la Bonaerense. Un juicio nulo. Las diferencias entre los familiares. Los insultos a los funcionarios en los actos conmemorativos. La comisión en el Congreso creada solo para investigar el atentado. El memorándum firmado con Irán.

Pero nada de lo que se hizo a lo largo de estos 20 años podrá volver a traer la normalidad que había antes de ese segundo maldito. Ese momento del 18 de julio de 1994 a las 9.53, cuando la ciudad de Buenos Aires dejó de ser una ciudad para convertirse en un campo de batalla.