El reencuentro ● Nuria Barbosa

Los rasgos físicos Jacob Alejandro Ñancupil lo identifican como un descendiente de los pueblos originarios de América Latina.

De estatura pequeña, ojos rasgados y muy negros, labios carnosos y dentadura blanca, pelo negro y lacio, hablar bajo y pausado, andar lento y de pasos cortos, muestra la timidez de pertenecer a una comunidad mapuche, excluida por siglos de una sociedad que los redujo hasta casi el exterminio y les arrebató su tierra y cultura.

Jacob es uno de los siete hijos de un padre agricultor en la provincia de Río Negro en la ciudad argentina El Bolsón, quien temió del poder de la discriminación y no quiso transmitir a sus hijos su lengua y cultura para que no fueran negados en su entorno social.

Sin embargo la sociedad argentina le brindó a Jacob los oficios de ayudante de carpintería y albañilería, obrero en la instalación de agua y gas, que debió combinar con estudios nocturnos para concluir su formación académica preuniversitaria.

Un hermano habló de la oportunidad de estudiar medicina en Cuba y aunque su inclinación vocacional tendía hacia el arte y la literatura, se decidió por la beca cubana porque podría estudiar a tiempo completo, sin pagar matrícula, libros, alimentación y vestuario.

Al llegar a la Isla conoció otros jóvenes chilenos y argentinos pertenecientes a su etnia quienes le transmitieron los valores de un pueblo ancestral que se destaca por su valentía y el amor a la tierra como fuente de valor para la vida.

Así, en Cuba, Jacob asistió a la ceremonia del Wei Tri Panto para dar la bienvenida al año nuevo mapuche el 14 de junio, y junto a los ritos para agradecer a la Mapu (tierra) vistió por vez primera el atuendo de su pueblo, compartió la comida a base de cordero, bailó danzas producidas por los tambores cultrum y la flauta tutruca.

Sólo entonces, escribió a su padre: “En Cuba me formo como médico y me reencuentro con mi etnia”.